El fraude de la Transición

La Historia reciente "a mi aire" (y V)


El Régimen franquista estaba acabado desde mucho antes de producirse lo que los más cercanos al dictador llamaban “el hecho biológico”; es decir, la muerte de Franco. España estaba aislada; no era admitida en ninguna organización internacional (salvo Naciones Unidas por intereses de EE.UU.) y los países de nuestro entorno nos miraban con recelo; pues no podían ver con agrado al único país que mantenía un régimen totalitario en Europa después de que nuestros vecinos europeos hubieran vencido al fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Nuestra economía estaba maltrecha porque un sistema de gobierno pretendidamente capitalista no puede basarse en la autarquía. Nuestra divisa no era competitiva para las operaciones de comercio exterior, ya que su debilidad frente a las demás encarecía las importaciones y las únicas fuentes de ingresos de que disponíamos eran el turismo y las escasas exportaciones de algunos productos agrícolas, como cítricos o aceite de oliva, que tenían en el Mercado Común Europeo a un feroz competidor. Por tanto, el grave desfase económico venía provocado por la necesidad de importar todo tipo de tecnología que éramos incapaces de producir y ésta debía pagarse en divisa extranjera. Además, la crisis del petróleo de 1973 incidía directamente sobre la constante inflación y las continuadas devaluaciones de nuestra moneda para potenciar el turismo.

Efectivamente, todo el mundo sabía que el Régimen estaba acabado; pero a nadie se le iba a ocurrir ponerlo de manifiesto mientras el dictador estuviera vivo y, menos aún, proponer algún tipo de reforma del sistema político. No olvidemos que el 27 de septiembre de 1975 (hace sólo cuarenta años) fueron fusilados cinco presos políticos. Franco padecía la enfermedad de Parkinson, pero no le temblaba la mano a la hora de firmar penas de muerte.

Portada del diario ABCA pesar de la durísima represión que se ejercía sobre cualquier forma de oposición al Régimen, existía una gran conflictividad social. Si desde el final de la Guerra Civil se había mantenido una incansable resistencia al Franquismo por parte de anarquistas y comunistas (el maquis), en los últimos años de la dictadura comenzaron a sucederse numerosas revueltas estudiantiles y huelgas, pese a que no estaban reconocidos ni amparados los derechos de huelga y manifestación. La situación de creciente crispación social era imparable y los políticos del Régimen sabían que con la muerte de Franco se acabaría el Franquismo inexorablemente. Así las cosas, había que afrontar la situación que se avecinaba y prepararse para una nueva etapa política.

Carlos Arias Navarro
El general Franco murió el 20 de noviembre de 1975 tras una larga agonía y, como se ha dicho antes, sólo dos meses después de producirse los últimos fusilamientos de presos políticos. El Presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, apareció en las pantallas de los televisores del país, con ojeras y rostro compungido, para dar la noticia pronunciando aquella célebre frase: «Españoles: Franco ha muerto». Dos días después de la muerte del dictador, el 22 de noviembre, se cumplió uno de sus mandatos “a título póstumo”: Juan Carlos de Borbón y Borbón fue proclamado Rey de España, cumpliéndose así la designación prevista por Franco, desde 1947, para su sucesión en la Jefatura del Estado. Con razón dijo el dictador, para tranquilidad de sus más fieles seguidores y del Movimiento Nacional: «lo dejo todo atado y bien atado».

Proclamación de J.C. de Borbón como Rey de España

El Movimiento Nacional (o simplemente “Movimiento”) era el partido único del Franquismo. En él se aglutinaban los organismos y mecanismos del Régimen: la Falange, el Sindicato Vertical, los cargos públicos del Estado, diputaciones provinciales y municipios, ya fueran funcionarios de carrera o cargos designados por el dictador, incluidos los profesores universitarios o los miembros de las Reales Academias. Todos tenían que jurar fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional.

Cuando pensamos en la “Transición” u oímos alguna referencia a ella, inmediatamente nos viene a la memoria la figura de Adolfo Suárez como el hombre que la hizo posible; pero el verdadero artífice no fue Suárez, sino Torcuato Fernández-Miranda.

Fernández-Miranda era profesor universitario y llegó a ser Rector de la Universidad de Oviedo. Este cargo llevaba implícito el de Procurador en Cortes, además de la pertenencia obligatoria al Movimiento. Fue Ministro-Secretario General del Movimiento entre 1969 y 1974 porque la Secretaría General del partido único tenía rango de ministerio. En junio de 1973 fue nombrado Vicepresidente del Gobierno de Carrero Blanco y, tras la muerte de éste, ejerció con interinidad, durante once días, la Presidencia. Pudo haber sucedido a Carrero como Presidente del Gobierno, pero su grado de independencia, al no formar parte de ninguna de las “familias” del Régimen, hizo que el dictador prefiriera a Arias Navarro, ya que era un férreo inmovilista y cercano a la familia del general golpista. Desde 1969, Fernández-Miranda fue consejero y profesor de Derecho Político del entonces Príncipe Juan Carlos; lo que hizo que éste le tuviera confianza. En diciembre de 1975, el flamante Rey lo nombró Presidente de las Cortes hasta junio de 1977; cargo que llevaba aparejado el de Presidente del Consejo del Reino.

Fernández-Miranda y SuárezPor su parte, Adolfo Suárez había desempeñado diferentes cargos desde 1958: Procurador en Cortes, Gobernador Civil (lo que ahora se llama Delegado del Gobierno), Director General de Radiotelevisión, Vicesecretario General del Movimiento,… pero no era conocido por los ciudadanos. En diciembre de 1975, el recién proclamado Rey, Juan Carlos I, encargó al Presidente del Gobierno, Arias Navarro, una remodelación del Consejo de Ministros bajo la supervisión de Fernández-Miranda, su hombre de confianza, quien propuso a Adolfo Suárez González como Ministro-Secretario General del Movimiento; cargo que compatibilizaría con los de Procurador en Cortes y Consejero Nacional. A Fernández-Miranda le gustaba Suárez porque tenía claros ciertos Principios Generales, como el de Libertad de Asociación; pero Suárez nunca se propuso imponer un modelo de estructura del Estado y acogió con agrado los planteamientos de Fernández-Miranda.
  
Las opciones políticas que se presentaban en aquel momento (la muerte del dictador) se podrían dividir en tres: en primer lugar, los inmovilistas o continuistas, pertenecientes a lo que se vino en llamar “el búnker”, representados por los franquistas más radicales (los ultras), eran partidarios de la continuidad del sistema totalitario: “el Franquismo bajo la Monarquía instaurada por Franco”. Dominaban el ejército, pero carecían de apoyo social. En segundo lugar, los rupturistas, liderados por el Partido Comunista, que abogaban por una transformación radical del sistema franquista en un Estado democrático. A este grupo pertenecían los partidos políticos de oposición al Régimen y fuerzas sociales progresistas, excepto el PSOE que, si bien no estaban aún plenamente legalizados, al menos estaban tolerados; pues eran necesarios para llevar a cabo la pretendida “Transición”. Al tercer grupo pertenecían los reformistas, cuyo mayor exponente era Torcuato Fernández-Miranda. Éstos se inclinaban por ir acometiendo las reformas necesarias, paso a paso, sin sobresaltos. Sobra decir que fueron los que se llevaron el gato al agua. Adolfo Suárez aprovechó su paso por la Secretaría General del Movimiento para reclutar allí a quienes pudieran compartir la idea de la formación de un partido político "de centro".

Arias Navarro, como ya se ha dicho, era excesivamente inmovilista. Llegó a declarar, en el Consejo Nacional del Movimiento, que, en realidad, el propósito de su Gobierno era la continuidad del Franquismo a través de una “democracia a la española”. Esta tendencia, siendo Presidente del Gobierno, lo convertía en un estorbo para los planes de Fernández-Miranda y de su amigo, el Borbón (o viceversa). Así pues, el Jefe del Estado a título de Rey por designación del dictador, forzó la dimisión de Arias Navarro el 1 de julio de 1976. Como a Fernández-Miranda le gustaba Suárez, se las ingenió para que el Borbón lo nombrara, el 3 de julio, Presidente del Gobierno.

En palabras del propio Fernández-Miranda, su planteamiento de reforma consistía en ir «de la ley a la ley a través de la ley». Esto significaba que, partiendo de la legalidad vigente (Leyes Fundamentales del Reino), éstas se podían transformar y sustituirse por la nueva legislación; lo que consiguió con la redacción de la Ley para la Reforma Política. La idea era el establecimiento de un sistema parlamentario en el que hubiera dos partidos políticos: uno conservador y otro liberal. El primero sería el que formaría Adolfo Suárez al efecto y el de corte liberal, el PSOE de Felipe González Márquez. Así se pergeñó el bipartidismo que ha imperado hasta la actualidad.

Para llevar a cabo los planes de Fernández-Miranda, sin rupturas, era preciso reformar las Leyes Fundamentales según sus propias previsiones y las Leyes de Reunión y Asociación que implicaban la modificación del Código Penal para despenalizar la afiliación a partidox políticox y la celebración de manifestaciones en las calles, que únicamente iban a requerir la autorización del Gobierno. Después, con la Ley para la Reforma Política, se convocaban Elecciones a Cortes constituyentes y se regulaban, tanto la composición de las Cortes como el proceso de elección.

Con la Ley de Reforma Política, Fernández-Miranda transformó la dictadura militar en una Monarquía parlamentaria bajo las siguientes premisas:

El sucesor que Franco había designado para ocupar la Jefatura del Estado tras su muerte era inamovible, indiscutible e innegociable. La proclamación de Juan Carlos de Borbón como Rey de España se produjo sólo dos días después de la muerte del dictador y con anterioridad a la asunción de las medidas de reforma; lo que lo convertía en copartícipe (por consentimiento) de la reforma. Así, la instauración de la Monarquía se consideraría como el primer paso en la adopción de las medidas que conformarían lo que sería “La Transición a la Democracia” y se estimaría como una parte sustancial de la reforma. Por consiguiente, la Monarquía se imponía de antemano como única posibilidad de sistema de gobierno sin que en las reformas que iban a acometerse a continuación hubiera lugar para plantear otras posibilidades.

Las Cortes estarían compuestas por dos cámaras: el Congreso de los Diputados y el Senado. La elección de los Diputados se realizaría por sufragio universal de los mayores de edad y la de los Senadores en representación de las Entidades territoriales, reservando la potestad del Monarca para la designación de la quinta parte de los Senadores.

El Gobierno, presidido por Adolfo Suárez, sería el encargado de “regular las primeras elecciones a Cortes”; pero ¡ojo! La Ley le marca al Gobierno unas “bases” que seguimos arrastrando cuarenta años después: «Se aplicarán dispositivos correctores para evitar fragmentaciones inconvenientes en la Cámara, a cuyo efecto se fijarán porcentajes mínimos de sufragios para acceder al Congreso.». Es decir, sin citarlo expresamente, se implanta el sistema D’Hondt y la consabida barrera del 3 %. Además se establece la provincia como circunscripción electoral.

La Ley para la Reforma Política es un texto muy breve: tan sólo cinco artículos, tres disposiciones transitorias y una disposición final. Fue aprobada por las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976 y ratificada en referéndum el 15 de diciembre. Fue promulgada el 4 de enero de 1977 como “Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política”. Si nos tomamos unos minutos para leerla y la comparamos con lo que se dice al respecto en la Constitución vigente llegaremos a la conclusión de que nuestra Constitución del 78, redactada y aprobada por las primeras Cortes democráticas, ya estaba esbozada por las Cortes franquistas. O lo que es lo mismo, el sistema electoral actual es preconstitucional.

El proceso que nos han vendido como “Transición a la Democracia” no ha sido tal, sino una mera transformación; una modernización del modelo franquista que ya estaba caduco a la muerte de Franco. Lo que hicieron los franquistas fue mutar hacia un sistema más acorde con nuestro entorno geopolítico, adaptándose a las necesidades mediante la adopción de unas reformas mínimas que se traducen en la sustitución, al frente de la Jefatura del Estado, de un dictador por un monarca designado por el propio dictador, la instauración de un sistema electoral que potencia el bipartidismo y permite controlar el acceso a las instituciones de grupos minoritarios y la abolición de la pena de muerte. A estas tres reformas mínimas es a lo que llamaron “Transición a la Democracia”; unas reformas que eran el mínimo exigible para que los organismos europeos admitieran a España en su seno, como miembro de pleno derecho; máxima y principal aspiración de los dirigentes políticos que participaron en las reformas, quienes arrastraban el trauma del aislamiento al que nos tenían sometidos nuestros vecinos europeos por nuestra falta de democracia.

Portada de 'Mundo Obrero'
Una verdadera “Transición”, un auténtico cambio de sistema político, se habría podido alcanzar si hubiesen triunfado los postulados de la “Junta Democrática”; un organismo creado en París, en 1974, que aglutinaba a colectivos rupturistas, como el Partido Comunista de España (PCE) de Santiago Carrillo, el Partido Socialista Popular (PSP) de Enrique Tierno Galván, el Partido del Trabajo de España (PTE) de Eladio García Castro o el sindicato Comisiones Obreras (CC.OO.) de Marcelino Camacho. Los planteamientos de la Junta Democrática eran los siguientes:

Formación de un Gobierno provisional que sustituyera al formado por franquistas.

Convocatoria de un referéndum sobre la forma de gobierno (monárquica o republicana).

Depuración de responsabilidades de los dirigentes franquistas por la represión ejercida.

Excarcelación de los presos políticos y regreso de los exiliados.

Pero el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Felipe González consideraba que las exigencias del PCE “ponían en riesgo la estabilidad social y política” y, por ello, prefería la vía de la negociación con el Gobierno franquista. Además, los socialistas estaban dispuestos a renunciar a la convocatoria de un referéndum sobre la forma de gobierno (Monarquía o República) y a aceptar la Monarquía franquista si el nuevo Rey permitía la instauración de un sistema democrático en el que el Partido Socialista pudiera participar. El PSOE tampoco exigiría responsabilidades a las autoridades franquistas por la represión ejercida contra el Pueblo.

Como tantas otras veces a lo largo de nuestra Historia, a causa del PSOE se desaprovechó la oportunidad de lograr una verdadera Transición a la Democracia sin que hubieran quedado vestigios del régimen dictatorial y represivo anterior.

Esa patraña de las clases medias

La Historia reciente "a mi aire" (IV)


La expresión “clase media” se viene utilizando en nuestros días por los poderes serviles del Sistema capitalista y sus voceros en los medios de comunicación de masas de forma interesada, con muy poco rigor y con una perversa intencionalidad: la de confundir y dividir a la clase trabajadora.

El origen de esta expresión lo encontramos en la Inglaterra del siglo XVIII, cuando la sociedad estaba dividida en estamentos muy diferenciados y rara vez coincidentes que iban desde la realeza hasta los mendigos, pasando por la aristocracia, la nobleza, los militares, los jerarcas eclesiásticos o la burguesía. Así, la clase media se encontraba por debajo de una clase alta, formada por los más ricos, y por encima de la clase baja que malvivía de su trabajo, generalmente manual, o de la mendicidad.

En un principio, la clase media estaba formada por la vieja burguesía terrateniente y la nobleza. Un período de paz relativamente largo favoreció el auge del comercio y el desarrollo de profesiones liberales; lo que permitió la aparición de un grupo social que se fue haciendo cada vez más numeroso, formado por pequeños terratenientes, comerciantes y profesionales liberales que, sin llegar a ser ricos, lograron alcanzar cierto poder adquisitivo y prestigio. A lo largo del siglo XVIII, con el avance de la industrialización, este nuevo grupo social fue creciendo y adquiriendo poder.

En el resto de Europa, la clase media surge a comienzos del siglo XIX con la Revolución Industrial. Al principio era un grupo muy reducido de personas con cierto nivel educativo que desempeñaban profesiones liberales; pero se fue ampliando gracias al proceso de industrialización y a las mejoras económicas.

Como puede verse, el uso que se hace en la actualidad de este término no tiene comparación ninguna con su significado original; pues nada tiene que ver un asalariado de nuestro tiempo con un terrateniente de otras épocas.

El concepto moderno de clase media surge en Estados Unidos a principios del siglo XX. Los nuevos sistemas de producción, como el de la factoría de automóviles Ford  (y aquí es donde está la trampa), permiten reducir los costes de fabricación y aumentar los salarios de los obreros. De esta manera, los trabajadores de la factoría se convierten en consumidores potenciales del producto que ellos mismos fabrican y, así, el empresario se asegura una demanda necesaria para abaratar el coste de producción unitario.

Familia española "de clase media"
Los Alcántara: conocida familia de ficción, muy poco creíble, que el Sistema 
nos presenta como modelo de
"familia española de clase media"
con la perversa intención de que las familias trabajadoras
se identifiquen con ellos.
Hoy en día se habla de clase media para referirse a cualquier trabajador, asalariado o autónomo, sin necesidad de que esté en activo durante toda su vida laboral; lo que significa que un parado también está considerado como perteneciente a la clase media o un estudiante que vive a cargo de sus padres.

Con el uso generalizado del concepto de clase media se abandona definitivamente el de las expresiones clase trabajadora o clase obrera que se consideran anticuadas y tienen una connotación peyorativa. Ya nadie pertenece a la clase obrera. La clase trabajadora ya no existe porque este concepto se asocia con los mineros o jornaleros de principios del siglo XX y ningún trabajador actual quiere que se le identifique con aquellos desarrapados; aquellos parias: gente tosca y pobre que apenas ganaba para un mendrugo. Ahora, el obrero, el trabajador, se considera más refinado; tiene un coche de gama media-alta (como corresponde a su clase social) y se viste a la moda en unos grandes almacenes; dispone de tecnología punta, igual que su jefe (televisor smart-TV; iPhon, iPad,) y prefiere que, en lugar de considerarle de clase obrera o trabajadora, se le inscriba en la, mejor mirada, clase media o en alguna de sus absurdas subdivisiones; pues he llegado a oír y leer estupideces como clase media-alta, clase media-baja e, incluso, clase media-baja-trabajadora.

Lo aberrante y pernicioso del concepto de clase media es que el obrero se avergüenza de su condición y se cree algo más; algo superior a lo que realmente es.

Lo que pretende el Sistema capitalista y sus siervos es que el trabajador se considere en una posición social mejor que la que realmente le corresponde. Al pertenecer a una clase “media” se siente más cercano a los ricos; en una posición casi equidistante entre el “pobre de pedir” y el magnate que vive de sus rentas.

Esta perversión de conceptos tiene un efecto muy negativo sobre el comportamiento habitual del trabajador: al pertenecer a una clase denominada “media”, tiene la percepción de que existe otra clase "inferior"; más "baja" y que hay gente que, sin llegar a ser mendigos, tienen un nivel de vida inferior y, por tanto, debe alegrarse de su consideración social porque hay otros que lo están pasando peor. De este modo, el Sistema desune, separa, divide a la clase obrera y neutraliza a su adversario natural en la lucha de clases.

La consecuencia directa de todo ello es que el trabajador normal, que vive de una nómina o de su trabajo en su pequeño negocio, no se identifica con los problemas de los demás trabajadores u obreros. No empatiza con ellos porque sus problemas no son los mismos; porque él no pertenece a la clase trabajadora u obrera, ya que es de clase media. No apoyará las reivindicaciones obreras porque no van con él, no sentirá suyos los problemas de los demás trabajadores porque los siente alejados, “por debajo” de él y, por supuesto, en unas elecciones nunca dará su voto a partidos o agrupaciones electorales cuyas propuestas vayan en la línea de favorecer a los más necesitados, a los obreros, a los parados, a los jóvenes, a los pensionistas,… porque todos ellos pertenecen a otra clase social inferior a la suya: la clase media y, en consecuencia, sus problemas no son los mismos y votarán a partidos neoliberales, disfrazados de centristas, que son la cara amable del Capitalismo de nuestro tiempo.

Desde esta óptica y analizando con rigor la situación socioeconómica de la población, no sólo española, sino de todo el mundo occidental, tenemos que concluir afirmando con rotundidad que la clase media no existe. En nuestros tiempo sólo se dan dos tipos de agentes en el modelo productivo: los que poseen los medios de producción y el capital que genera beneficios para esos propietarios y los que trabajan para ganarse el pan de cada día: la clase capitalista y la clase obrera o trabajadora. Y no hay más. Que no nos engañen y nos manipulen: no caigamos en la trampa, en la falacia, en la patraña de considerarnos "trabajadores de clase media”.

La clase política

La Historia reciente "a mi aire" (III)


Si nos fijamos en el político, desde el punto de vista de su situación laboral, para encuadrarlo en la clase social a la que pertenece, nos encontramos con que, en puridad, es un asalariado y, por consiguiente, pertenece a la clase trabajadora.

Congreso de los Diputados
En efecto, en nuestro actual sistema de partidos, un político es alguien que desempeña una función pública, bien sea por designación o por elección, o participa en los órganos de dirección de su partido. Si el cargo es institucional, percibirá una remuneración con cargo al presupuesto de la institución de que se trate; es decir, a los Presupuestos Generales del Estado, al Presupuesto de la Comunidad Autónoma correspondiente o al municipal, si la institución de que se trate pertenece a un Ayuntamiento. En definitiva, percibe un sueldo de dinero público. Si su ocupación la desempeña en el seno de su partido, la relación es privada, ya que es el partido el que le remunera por su dedicación, según lo que hayan pactado. En el primer caso, como cualquier funcionario del nivel que fuere, percibe un salario procedente de las arcas públicas; pero se diferencia del funcionario en que éste ha superado unas pruebas en las que ha demostrado el mérito y capacidad requeridos; algo por las que no ha tenido que pasar el político, sea electo o designado. Además, el funcionario permanece en su puesto de trabajo hasta su jubilación, con la posibilidad de promocionarse obteniendo ascensos y/o traslados conforme a sus cualidades profesionales. El político, en cambio, desempeña su función con carácter de interinidad. En el segundo caso, cuando el político trabaja para su partido, se asemeja al ejecutivo de una compañía de capital privado pero, en cualquiera de los casos, se trata de un asalariado y, como tal, pertenece a la clase trabajadora.

Por tanto, el político es un trabajador por cuenta ajena que percibe un salario, bien de un organismo, ente, administración o institución pública, bien del partido al que pertenece, o bien de ambos por el desempeño de un servicio público, de representación de los ciudadanos y de organización en los órganos de dirección de un partido político.

Pero esta descripción es teórica porque, en la práctica, la realidad es muy diferente:

En un sistema de partidos como el español, son las organizaciones políticas las que acumulan todo el poder. Las candidaturas para la elección de representantes en cualquiera de las instituciones del Estado (Congreso, Senado, Parlamentos Autonómicos, Ayuntamientos y Parlamento Europeo) las elaboran, presentan y promueven los partidos. Así pues, aquella persona que tenga intención de participar en la toma de decisiones a través del entramado institucional deberá empezar por afiliarse a un partido político. Cabría pensar, en buena lógica, que si se tiene vocación de servicio público, ideas, capacidad de trabajo y una cierta preparación intelectual o técnica, el partido en cuestión habrá de ser el primer interesado en que este tipo de personas prosperen y lleguen a ocupar puestos importantes, tanto en las instituciones del Estado como en los órganos de dirección del propio partido; pero esto no es así. En los partidos no prosperan los mejores, sino los mejor relacionados con las diferentes “familias” o grupos de poder que abundan en todas las organizaciones políticas. Esta situación obliga al aspirante a político a potenciar sus relaciones con determinada “familia”, en lugar de demostrar sus cualidades personales y profesionales, y a competir con sus propios compañeros, en perjuicio del trabajo en equipo, para conseguir ser el mejor posicionado en las candidaturas, en los cargos de confianza de libre designación o en la cúpula del partido de la cuota correspondiente a la “familia política” a la cual pertenece. Esto tiene una consecuencia directa: el deterioro de la clase política en su conjunto. Dado que no suelen estar los mejores, se aprecia una lamentable mediocridad que repercute en una insuficiencia notable en las habilidades necesarias y, cada vez más, el ciudadano echa de menos un buen uso de la oratoria y la dialéctica, las capacidades de negociación y convicción, el sentido de la estética y aun la ética… en definitiva, la valía personal y profesional del político en general y la preparación, capacidad y aptitud necesarias para desempeñar con responsabilidad y eficacia el cometido que se le ha asignado. El resultado, en la mayoría de los casos, es una gestión nefasta de los recursos materiales que se les encarga administrar.

Lo peor de todo es que la capacidad y aptitud de la inmensa mayoría de nuestros políticos no se corresponde ni con la responsabilidad inherente a estos cargos, ni con la dignidad que llevan aparejada, ni con los emolumentos que perciben que, por si no fueran suficientes (hay quien dice que no lo son), se ven incrementados por una serie de privilegios y prebendas.

Interior del Congreso

El salario base de un parlamentario (senador o diputado) es de 2.813,87 euros mensuales a los que habrá que añadir una serie de complementos:

Aquellos parlamentarios que ostenten un cargo perciben un complemento para gastos de representación comprendido entre los 697,65 euros mensuales que cobra un Secretario de Comisión o un Portavoz Adjunto de Comisión, hasta los 3.327,89 que percibe el Presidente del Congreso. El Presidente del Senado percibe un complemento de 4.473,64 y los portavoces, 2.667,48 euros mensuales.

Los miembros de la Mesa cobran otro complemento más por miembro de Mesa que va desde los 944,49 euros que cobran los Secretarios, hasta los 3.064,57 que percibe el Presidente del Congreso.

Existe un tercer complemento más para gastos de libre disposición que se mueve entre los 662,45 euros mensuales que perciben los Portavoces Adjuntos hasta los 2.728,57 que cobra el Presidente del Congreso.

Además, los parlamentarios pertenecientes a circunscripciones distintas a Madrid perciben una indemnización para gastos de alojamiento y manutención de 1.823,86 euros mensuales y los de Madrid, 870,56. Al tratarse de una indemnización y no de un complemento, está exenta de tributación.

Patchi López
El Presidente del Congreso cobra un total de
13.758,76 euros mensuales.
Es decir, que un garrulo analfabeto como Patxi López, que utiliza el presente del verbo haber o la interjección “ay” cuando a lo que quiere referirse es a un lugar y lo adecuado es utilizar el adverbio “ahí”, cobra 2.813,87 de salario base + 3.064,57 como complemento por pertenecer a la Mesa + 3.327,89 para gastos de representación + 2.728,57 para gastos de libre disposición + 1.823,86 euros de indemnización, libres de impuestos por pertenecer a una circunscripción distinta a Madrid. Esto arroja un escandaloso  total de 13.758,76 euros mensuales. Lo que no cobra un afortunado "mileurista" en todo un año.

El que menos cobra, un diputado “raso” perteneciente a la circunscripción de Madrid, percibe 3.684.43 euros mensuales. Y todavía hay quien dice que los políticos deberían cobrar más.

Por si esto fuera poco, por los desplazamientos que realicen en los viajes oficiales autorizados por la Mesa, perciben 150 euros diarios para dietas en desplazamientos al extranjero y 120 si es dentro del territorio nacional.

El Congreso cubre también los gastos de transporte en medio público (avión, tren, automóvil o barco) de los Diputados, así como los gastos derivados del aparcamiento en las estaciones de tren y aeropuertos. Se trata de un reembolso de gasto, es decir, no se facilita una cantidad al parlamentario, sino que se le abona directamente el billete a la empresa transportista sin que el parlamentario tenga necesidad de justificar la necesidad de su viaje ni los motivos por los que lo realiza y sin límite alguno sobre la cantidad de viajes en un período de tiempo determinado o en cuanto al importe de los pasajes.

Algunos diputados disponen de coche oficial con chófer y para los que no disponen de él se les facilita una tarjeta personalizada para abonar el servicio de taxi en la ciudad de Madrid con un saldo anual de 3.000 euros.

Así mismo, se les hace entrega del llamado “kit tecnológico”, compuesto por un iPad, un teléfono móvil y conexión a Internet en su domicilio.

Todos los diputados disponen de despacho propio en el Congreso.

Determinados diputados, como miembros de Mesa o Presidentes de Comisión, tienen la posibilidad de contar con personal de confianza para apoyo en sus funciones. Y, lógicamente, es aquí donde, el diputado en cuestión, coloca a sus más fieles compañeros de partido, pertenecientes a su “familia”, tanto política como genética.

Además, tienen asignados 250 asistentes para el resto de los diputados que se distribuyen según el número de diputados que haya obtenido cada Grupo Parlamentario.

Los diputados sólo necesitan ocho años de cotización para tener derecho a pensión de jubilación y los Presidentes de Gobierno cobran sueldos vitalicios además de pasar a formar parte del Consejo de Estado, de donde también perciben un sueldo.

Y no olvidemos otro privilegio más. Los diputados y senadores son aforados; lo que significa que, en caso de que tengan problemas con la Justicia, únicamente pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo, cuyos Magistrados han sido designados previamente por los Grupos Parlamentarios en proporción a su representatividad. Un blindaje previo a la comisión de posibles delitos que, sin duda, se hace en prevención de lo que pudiera ocurrir en el futuro; lo que fomenta los casos de corrupción que, de forma demasiado generalizada, saltan a los medios de comunicación casi diariamente.

Por último, aquellos políticos que ostentaron cargos de relevancia, como Presidentes del Gobierno o Ministros, tuvieron la oportunidad, durante el desempeño de sus funciones, de relacionarse con personalidades de gran relevancia en el mundo de la política internacional y de las grandes corporaciones empresariales; algo que les resultará muy útil, a título personal, para hacer buenos negocios durante el resto de sus vidas.

El panorama actual

La Historia reciente "a mi aire" (II)

 
Al iniciarse la segunda década del siglo XXI, la práctica totalidad de los individuos nacidos a partir de 1960 en lo que llamamos Occidente han tenido la oportunidad de cursar estudios primarios y, en consecuencia, saben (o deberían saber) al menos leer y escribir correctamente. Pero el analfabetismo absoluto imperante hace cien años en la población que no tenía acceso a la escuela y que, por tanto, desconocía el alfabeto, ha sido sustituido por lo que se ha venido en llamar analfabetismo funcional, que consiste en que, el individuo, pese a conocer los signos alfanuméricos, no posee, sin embargo, el nivel cultural necesario o suficiente que le permita comprender el significado de un texto sencillo o mantener una conversación con la fluidez y coherencia que se le presuponen a quien ha tenido una formación básica. Esto, desgraciadamente, se está dando en España muy alarmantemente en personas nacidas a partir de la segunda mitad de la década de los 70, como consecuencia del Sistema Educativo implantado por el Gobierno pseudo-socialista de D. Felipa González. Los miembros de esta generación, a pesar de haber cursado estudios (o de haber tenido la oportunidad de hacerlo), incluso universitarios, han sido víctimas de un Sistema Educativo que ha sido el responsable directo de un fenómeno denominado fracaso escolar: el abandono prematuro de los estudios sin acabar siquiera la formación elemental por parte de un elevado número de adolescentes; lo que no fue sino el fracaso del propio Sistema Educativo al no lograr el estímulo y el interés necesario en los alumnos. Un Sistema Educativo desprovisto de Principios y Valores, irrespetuoso e irresponsable en la difusión de las Artes y carente, en muchos casos, del más mínimo rigor científico. Un Sistema Educativo, en definitiva, inservible e inútil por lo alejado que aún sigue estando de alcanzar lo que, por simple definición, cabría esperar de él: la educación y formación de los jóvenes de un país para que sean los futuros hombres y mujeres integrantes de una sociedad desarrollada y moderna.


En el aspecto socioeconómico y laboral, la situación existente hace un siglo, descrita en la entrada anterior, también ha experimentado una mutación: las necesidades de la sociedad moderna, el vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología, la proliferación de medios de comunicación y de vías de transporte y la generalización del uso de la informática han exigido la creación de nuevos oficios, han modificado casi todos los que existían anteriormente y han extinguido algún otro. Estas nuevas circunstancias han puesto de manifiesto la necesidad de una mayor especialización y la demanda de profesionales altamente cualificados (mano de obra cualificada) quienes, para alcanzar esa preparación que se les exige, han necesitado realizar un esfuerzo que se ha visto compensado, a la vez que estimulado, mediante la percepción de salarios algo más elevados que los que obtienen quienes configuran el subsector de la mano de obra no cualificada que, por esta significativa diferencia, se encuentran por debajo de la cualificada (que no deja de ser mano de obra) no sólo en el aspecto salarial, sino en la consideración social; ya que gozan de mayor prestigio.

Pero ello no significa que haya variado sustancialmente la estructura social, puesto que los bienes de producción continúan en manos de la clase capitalista. Los trabajadores han alcanzado el reconocimiento legal de una serie de derechos básicos, como resultado de aquellas luchas que iniciaron, a finales del XIX, quienes no tenían nada y, por tanto, nada podían perder. Hoy en día, en la legislación laboral de cualquier país occidental, todo trabajador asalariado tiene asegurada la remuneración por su trabajo y reconocida una serie de Derechos laborales: un salario mínimo garantizado; el establecimiento de un máximo de horas semanales de trabajo; descanso entre jornadas, descanso semanal y descanso anual o período vacacional; prestación por desempleo; cobertura sanitaria en caso de enfermedad o accidente y una indemnización cuando el accidente es laboral. Existe una relación de enfermedades profesionales cuyo reconocimiento otorga a quien padece alguna de ellas un derecho a percibir indemnizaciones o a acceder a jubilaciones por incapacidad laboral, pensiones de viudedad, orfandad, invalidez y jubilación; una serie de normas que garantizan la seguridad e higiene en el puesto de trabajo; un permiso retribuido por maternidad y lactancia para las madres trabajadoras;... Pero el obrero, el asalariado, el trabajador por cuenta ajena, como lo define la legislación laboral española, continúa ocupando el mismo estrato social; continúa conformando la clase más desfavorecida del entramado socioeconómico. Sólo es preciso echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar a qué se dedica, hoy en día, la inmensa mayoría de la población para ganarse el sustento:

Además de los oficios característicos que aún subsisten, como los de albañil, pintor, electricista, fontanero, carpintero, cerrajero y demás actividades relacionadas con la construcción, predominan las restantes ocupaciones pertenecientes al denominado sector servicios: empleados de hostelería, de banca, de limpieza, de supermercado, maestros o profesores (hoy también llamados educadores), personal sanitario, vigilantes jurados, agentes de comercio, corredores de seguros, funcionarios de las diversas administraciones públicas, conductores de medios de transporte colectivo, dependientes en tiendas y comercios,... Existe, además, otro grupo de trabajadores asalariados que, como ya dije antes, debido a la especialización del trabajo que desempeñan, perciben remuneraciones más elevadas y a ellos habría que añadir, puesto que son también trabajadores por cuanta ajena, a aquellos otros que disfrutan de jornadas reducidas como consecuencia de la peligrosidad o la responsabilidad del trabajo que desarrollan. Éste es el caso de los pilotos y controladores aéreos, bomberos,...

La generalización del crédito y demás productos financieros han hecho posible que gente humilde con inquietudes y “espíritu emprendedor” puedan intentar “establecerse por su cuenta”; lo que ha dado lugar a la aparición de la pequeña empresa y de la figura del trabajador autónomo. Aquí se encuadraría el taller que montó aquél que, empezando de aprendiz (cuando existía esa posibilidad) en el taller de otro, logró la pericia requerida para convertirse en oficial; o el que, mucho más recientemente, alcanzó este nivel estudiando un Módulo de Formación Profesional, seguramente con mucha más teoría y mucha menos práctica. Aquí se encontraría también encuadrado el pequeño negocio familiar, el bar de la esquina, el transportista que tiene una furgoneta de reparto o una flotilla de tres o cuatro vehículos, la tiendecilla del barrio, el taxista, el fontanero que trabaja por su cuenta, la peluquera,... Se trata de trabajadores que, en vez de prestar sus servicios para un patrón a cambio de un jornal, trabajan para sí mismos explotando su propio negocio. La ventaja es que no dependen de un jefe en ningún sentido; pero, a cambio de esta aparente libertad, tienen una tremenda carga económica, pues deben asumir la totalidad de los costes de los Seguros sociales; tanto los suyos como los de sus posibles empleados y contribuir a la Hacienda Pública con tributos empresariales (Impuesto de Sociedades, IVA,...). La declaración y liquidación de tales impuestos requiere un papeleo cuya cumplimentación es complicada; lo que, en muchos casos, no está al alcance de cualquier pequeño empresario o autónomo y, por consiguiente, necesitará recurrir a los servicios de una gestoría. Además, si, como suele ocurrir en la mayoría de los casos, necesitaron acudir al crédito para emprender su negocio, será necesario amortizarlo antes de empezar a obtener beneficios. Por si estas dificultades no fueran suficientes, en la vorágine de un mercado global tan despiadadamente competitivo, tendrá que enfrentarse, con sus pobres medios, a los más grandes competidores, incluidas las multinacionales que bien se ocupan de abarcar todos los sectores de la economía. En este grupo de trabajadores autónomos también se encuadrarían las denominadas profesiones liberales integradas por médicos, abogados, arquitectos,...

Resumiendo: en las sociedades occidentales contemporáneas, desde un punto de vista socioeconómico, continúan existiendo las mismas clases sociales que observábamos a principios del siglo XX: la clase capitalista, por una parte, formada por una minoría social integrada por los propietarios de los bienes productivos: terratenientes, banqueros y grandes accionistas de sociedades mercantiles y multinacionales con importantes capitales sociales; personas, familias y sociedades que no necesitan acudir diariamente a trabajar porque su riqueza, sus inversiones, su capital producen para ellos. Por otro lado, la inmensa mayoría de la población que tiene que trabajar para percibir su jornal, su sueldo o su salario, bien sea trabajando para un empresario, bien para sacar adelante su propia pequeña empresa: la clase trabajadora.

Finalmente, hay que hacer referencia a un pequeño grupo social (aunque cada vez va siendo menos pequeño) que, deliberadamente, no había mencionado hasta ahora porque realmente no constituye una clase social propiamente dicha, aunque se hace referencia a él bajo la denominación de clase política. Pero este tema, si les parece, lo dejaremos para la próxima entrada.

Hace sólo unos cien años

La Historia reciente "a mi aire" (I)


En los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, la mayor parte de los trabajadores eran analfabetos. No existía ningún tipo de regulación laboral, por lo que la jornada era interminable y los salarios, miserables. Las mujeres y los niños trabajaban igual que los hombres, pero cobrando menor salario porque eran más débiles. Obviamente, la televisión no se había inventado aún y el fútbol y la prensa rosa todavía no se habían convertido en la droga nacional que abotarga a la masa trabajadora. No existían los anticonceptivos y los matrimonios (porque era moral y legalmente obligatorio estar casados para poder convivir en pareja) tenían más hijos de los que podían mantener. Así pues, las familias pasaban hambre y calamidades. El acceso a la cultura era un lujo que los trabajadores no se podían permitir y la única posibilidad de ocio, tras la dura jornada laboral, era la partida en la taberna regada con un trago de vino peleón. Pero esto sólo estaba admitido para los hombres; porque las mujeres, además de tener vedada la entrada en semejantes lugares, aún tenían pendientes otras tareas, como lavar y remendar ropa, recalentar alguna sobra a la hora de la cena para engañar los estómagos de un marido y una prole de críos hambrientos... Además, tenían otra obligación ineludible más: debían acudir a contarle sus intimidades a un hombre con sotana que, aprovechándose de su ignorancia y bajo la falsa promesa de “la salvación eterna”, adiestraba a aquellas pobres mujeres en la forma en que debían afrontar su paupérrima vida cotidiana: "con resignación". Porque su miseria y la de los suyos no era más que una prueba de Fe a la que les sometía el Altísimo; porque su extensa prole era una bendición del Cielo, ya que la misión de la mujer es traer hijos al Mundo; porque el fallecimiento de dos, tres o cuatro de sus criaturas (la mortalidad infantil era muy elevada) era justo castigo por sus pecados y los de su marido.

Las gentes trabajadoras no sabían leer ni escribir; no tenían acceso a ninguna forma de cultura; no podían conocer ni entender los acontecimientos sociales, económicos y políticos que se producían en su entorno, aunque fueran a afectarles directamente, ya que carecían de la más mínima capacidad de análisis, de referencias, de formación e información; pero sí tenían algo muy claro: sabían muy bien dónde estaban, quiénes eran y a qué grupo social pertenecían. Tenían conciencia de clase.

Históricamente, bajo la genérica denominación de “obrero” se ha agrupado a todo aquél que trabajaba a cambio de un jornal o salario. Así, los obreros de la construcción, los operarios de la fábrica, los jornaleros del campo, los mineros, los pescadores, los maestros, carreteros, sirvientes, ferroviarios, todos ellos formaban la clase asalariada; la clase trabajadora; la Clase Obrera.

A pesar de su escasa formación, el obrero se daba cuenta de que el patrón, aquél que le pagaba el jornal por su trabajo, era cada día más rico; mientras que él, el obrero, por mucho que trabajara durante toda su vida sería cada vez más pobre. El patrón, el amo, el señor, lejos de pasar penurias, como él; calamidades, como él; miseria, como él; hambre, como él y su familia, vivía rodeado de lujo. Así fue como el obrero se dio cuenta de que existía una gran desigualdad en las condiciones de vida entre unas personas y otras; entre unos seres humanos y otros, que no podía justificarse bajo ningún concepto. La única y verdadera diferencia entre el obrero y el patrón consistía en que éste era el propietario de los bienes de producción; mientras que aquél aportaba la fuerza del trabajo necesaria para que esos bienes de producción pudieran funcionar. Entonces, se trataba de una cuestión de suerte pues, ya desde la cuna, dependiendo de dónde hubiera nacido cada cual estaba asignado el grupo social al que cada uno pertenecería de por vida: aquél que nacía en el seno de una familia de terratenientes, de ganaderos, de propietarios de minas, fábricas o fincas, heredaría los bienes familiares y no tendría que preocuparse jamás por su porvenir ni por el de su descendencia. No necesitaría nunca trabajar para ganarse el sustento porque poseía unos bienes que producirían para él. Por si esto fuera poco, la familia podía pagarle estudios; con lo que, además de explotar los bienes productivos, podría ejercer una profesión prestigiosa y lucrativa: ingeniero, médico, abogado u obispo. El hijo del obrero, en cambio, ya nacía predestinado para el trabajo duro y la miseria; porque lo único que tenía al nacer eran sus manos. Bien lo describió Miguel Hernández: «Carne de yugo ha nacido».
Huelga
Huelga. Óleo sobre lienzo pintado por Lentz Strajk en 1910.

Consciente de esta gran injusticia social, el obrero comprendió que era necesario acabar con las agresiones y abusos del patrón; que tenía que defender sus derechos y recuperar su dignidad como ser humano. Comprendió que existían dos clases sociales claramente diferenciadas y contrapuestas: la de los que poseían los medios de producción y la de los que aportaban la fuerza del trabajo; las clases pudientes y la clase trabajadora; el Capital y el Proleteriado. Comprendió que lo que cada una de esas dos clases sociales ganaba era a costa de la otra. Y así fue como se gestó la lucha de clases. El obrero, a pesar de su ignorancia, fue consciente de que los medios de producción eran inútiles si faltaba la fuerza del trabajo que él aportaba y supo cuál era su arma más poderosa en esa lucha de clases: supo que él podía hacer que la fábrica dejara de producir; que el ganado se quedara sin pacer y sin ordeñar; que los frutos sin recoger se pudrieran  en la mata o en el árbol; que el cereal se quedara en los campos sin segar; que el mineral no saliera de las entrañas de la tierra... Supo que su arma era la huelga.

Poco a poco los asalariados, los jornaleros los obreros, fueron organizándose, agrupándose, uniéndose y constituyendo sindicatos. Hicieron comprender, asumir y acatar al poder político que el patrón no podía imponer sus condiciones y sus métodos; que los obreros no eran animales, sino seres humanos, como ellos; necesarios e imprescindibles en el proceso productivo y que sus condiciones de trabajo tenían que negociarse; pero, como era de esperar, el patrón no estaba dispuesto a perder sus privilegios tan fácilmente y se opuso como pudo; a veces de forma poco dialogante. Y por eso se habla de lucha de clases; porque se produjo una auténtica lucha en el más amplio y sangriento sentido de la palabra, hasta que los diferentes poderes legislativos fueron reconociendo, en sus respectivas normas laborales, las justas reivindicaciones de la Clase Obrera.

Libertad de expresión y Derecho a la información

Entrada inaugural


De todos los Derechos Fundamentales y Libertades Públicas internacionalmente reconocidos, es indiscutible que el Derecho a la vida, además de Fundamental, es esencial; pues, si éste no está garantizado, todos los demás son superfluos. Pero si aceptamos la posibilidad de establecer una clasificación de todos los Derechos y Libertades atendiendo a su importancia relativa, no sólo desde el punto de vista del individuo titular de ellos, sino desde la perspectiva de la sociedad en su conjunto, es fácil concluir que, una vez que esté asegurado y garantizado el Derecho a la vida, ningún otro superaría en importancia al Derecho a una información veraz y su correlativa e indispensable Libertad de expresión.

Libertad de expresión
Efectivamente, la Libertad ideológica, la de creencias, o la de cátedra, no tendrían soporte ni respaldo jurídico alguno si no estuviera garantizada, previamente, la Libertad de expresión, como tampoco lo estarían los derechos de reunión, asociación,  manifestación o huelga, todos ellos también Fundamentales. Del mismo modo, la igualdad ante la ley y el correlativo derecho a no ser discriminado por razón alguna, no podrían ejercerse sin la garantía de un derecho a recibir libremente información veraz.

Evidentemente, esto no se les escapa a quienes ostentan el poder, sea cual fuere el régimen político de que se trate: en los sistemas democráticos, los partidos políticos se preocupan de acaparar el mayor número posible de medios de comunicación de masas para que difundan su mensaje o, por mejor decir, su propaganda. En los regímenes totalitarios, los tiranos, los dictadores imponen la censura previa y procesan como reos de toda clase de delitos contra el Estado a quienes pretendan opinar. Y es que el poder político no puede interferir en el pensamiento de los ciudadanos para erradicar sus ideas; pero sí puede evitar que éstas se propaguen criminalizando al que expresa pensamientos críticos e incluso estigmatizando determinadas opiniones. Y, si alguien tiene alguna duda de que esto también sucede en las sociedades occidentales, teóricamente libres, yo le planteo las siguientes reflexiones:

¿Se siente usted libre de opinar sobre extranjería sin temor a ser tachado de xenófobo?
¿Se siente usted libre de opinar sobre educación sin temor a ser tildado de retrógrado o, por el contrario, de excesivamente permisivo?
¿Se siente usted libre de opinar sobre homosexualidad sin temor a ser acusado de homófobo o tildado de gay?
¿Se siente usted libre de criticar el genocidio y la ocupación de Israel sobre Palestina sin temor a ser acusado de antisemita e incluso de nazi?
¿Se siente usted libre de manifestar su comprensión y solidaridad con el pueblo palestino sin temor a ser acusado de yihadista?
¿Se siente usted libre de opinar sobre determinados movimientos de autodeterminación sin temor a ser acusado de apologista del terrorismo?
¿Se siente usted libre, en fin, de utilizar expresiones como "la clase obrera", "el pueblo", "los trabajadores", "la explotación capitalista", "la izquierda y la derecha", "la lucha de clases", etc. sin que le tilden de comunista trasnochado, prosoviético o bolivariano?

Consecuentemente, la Libertad de expresión y el Derecho a la información son las primeras víctimas de cualquier sistema de gobierno; porque lo mismo dará comprar una opinión que secuestrarla, prohibirla o, peor aún, manipularla.

Por ello, en un Estado verdaderamente Democrático y de Derecho (hecha ya la salvedad del Derecho a la vida), debe considerarse como primordial la defensa y la garantía de la Libertad de expresión y su correlativo Derecho a la información; porque un Pueblo sólo es libre cuando está informado y puede manifestar lo que piensa sin temor a las consecuencias. La información es imprescindible para poder crearse una opinión sobre lo que acontece y esa opinión únicamente tendrá utilidad si puede transmitirse libremente. Una sociedad que no está suficientemente informada no podrá ejercer su derecho al voto responsablemente; ni tampoco conocerá cuáles son sus derechos primordiales para poder exigir que le sean respetados. Una sociedad en la que no se respeta la Libertad de expresión nunca podrá transmitir su pensamiento, sus ideas, su cultura.

Los juristas conocemos bien cuáles son los dos únicos límites que se pueden establecer a la Libertad de expresión y al Derecho a la información: el primero viene impuesto por el respeto a otro Derecho también Fundamental, cual es el Derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, sobre lo cual existe abundante jurisprudencia en relación con lo que se ha venido en llamar "colisión de Derechos Fundamentales". Esto se está viendo diariamente en la "tele-basura" y se da cuando un pseudo-periodista publica algo sobre algún aspecto de la vida supuestamente íntima de algún famosillo, a consecuencia de lo cual, éste (o su cohorte de abogados) consideran que se ha producido una intromisión en su intimidad y plantean la correspondiente querella ante los Tribunales para intentar obtener una suculenta indemnización. El segundo límite lo constituyen la injuria y la calumnia, tipificadas en el Código Penal como delitos.

También están tipificados en el Código Penal los delitos de incitación al odio. Este tipo de actuaciones no pueden ampararse bajo el paraguas protector de la Libertad de Expresión a diferencia de lo que sucede, en mi opinión, con respecto al delito de injurias a la Corona, cuya comisión lleva aparejadas penas de multa e, incluso, la pena de prisión; algo que muchos consideramos excesivo, ya que se trata de una medida más política que jurídica.

Una línea mucho más difusa sería la que separa la Libertad de Expresión de los delitos de enaltecimiento o apología del terrorismo; algo que habría que estudiar, caso por caso, desde la propia jurisprudencia y que también puede verse condicionado por un excesivo celo político más que jurídico.

En este blog ejerceremos nuestra Libertad de expresión con el convencimiento de que no va a colisionar con la intimidad de nadie ni tampoco, por supuesto, vamos a delinquir injuriando ni calumniando a persona alguna; por lo tanto, no nos aproximaremos, ni de lejos, a los límites establecidos.

Sirva esta primera entrada como inauguración y presentación de este blog que sólo pretende servir de tribuna para todo aquél que, desde el respeto y el buen gusto, tenga algo que decir.

La opinión pública nace de la Libertad de expresión.