La Historia reciente "a mi aire" (y V)
El Régimen franquista estaba
acabado desde mucho antes de producirse lo que los más cercanos al dictador
llamaban “el hecho biológico”; es decir, la muerte de Franco. España estaba
aislada; no era admitida en ninguna organización internacional (salvo Naciones
Unidas por intereses de EE.UU.) y los países de nuestro entorno nos miraban con
recelo; pues no podían ver con agrado al único país que mantenía un régimen
totalitario en Europa después de que nuestros vecinos europeos hubieran vencido
al fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Nuestra economía estaba maltrecha
porque un sistema de gobierno pretendidamente capitalista no puede basarse en
la autarquía. Nuestra divisa no era competitiva para las operaciones de
comercio exterior, ya que su debilidad frente a las demás encarecía las
importaciones y las únicas fuentes de ingresos de que disponíamos eran el
turismo y las escasas exportaciones de algunos productos agrícolas, como
cítricos o aceite de oliva, que tenían en el Mercado Común Europeo a un feroz
competidor. Por tanto, el grave desfase económico venía provocado por la
necesidad de importar todo tipo de tecnología que éramos incapaces de producir
y ésta debía pagarse en divisa extranjera. Además, la crisis del petróleo de
1973 incidía directamente sobre la constante inflación y las continuadas devaluaciones
de nuestra moneda para potenciar el turismo.
Efectivamente, todo el mundo
sabía que el Régimen estaba acabado; pero a nadie se le iba a ocurrir ponerlo
de manifiesto mientras el dictador estuviera vivo y, menos aún, proponer algún
tipo de reforma del sistema político. No olvidemos que el 27 de septiembre de
1975 (hace sólo cuarenta años) fueron fusilados cinco presos políticos. Franco
padecía la enfermedad de Parkinson, pero no le temblaba la mano a la hora de
firmar penas de muerte.
A pesar de la durísima represión
que se ejercía sobre cualquier forma de oposición al Régimen, existía una gran
conflictividad social. Si desde el final de la Guerra Civil se había mantenido
una incansable resistencia al Franquismo por parte de anarquistas y comunistas
(el maquis), en los últimos años de la dictadura comenzaron a sucederse
numerosas revueltas estudiantiles y huelgas, pese a que no estaban reconocidos
ni amparados los derechos de huelga y manifestación. La situación de creciente
crispación social era imparable y los políticos del Régimen sabían que con la
muerte de Franco se acabaría el Franquismo inexorablemente. Así las cosas,
había que afrontar la situación que se avecinaba y prepararse para una nueva
etapa política.
El general Franco murió el 20 de
noviembre de 1975 tras una larga agonía y, como se ha dicho antes, sólo dos
meses después de producirse los últimos fusilamientos de presos políticos. El
Presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, apareció en las pantallas de los
televisores del país, con ojeras y rostro compungido, para dar la noticia
pronunciando aquella célebre frase: «Españoles: Franco ha muerto». Dos días
después de la muerte del dictador, el 22 de noviembre, se cumplió uno de sus
mandatos “a título póstumo”: Juan Carlos de Borbón y Borbón fue proclamado Rey
de España, cumpliéndose así la designación prevista por Franco, desde 1947,
para su sucesión en la Jefatura del Estado. Con razón dijo el dictador, para
tranquilidad de sus más fieles seguidores y del Movimiento Nacional: «lo dejo
todo atado y bien atado».
El Movimiento Nacional (o simplemente “Movimiento”) era el partido único del Franquismo. En él se aglutinaban los organismos y mecanismos del Régimen: la Falange, el Sindicato Vertical, los cargos públicos del Estado, diputaciones provinciales y municipios, ya fueran funcionarios de carrera o cargos designados por el dictador, incluidos los profesores universitarios o los miembros de las Reales Academias. Todos tenían que jurar fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional.
Cuando pensamos en la
“Transición” u oímos alguna referencia a ella, inmediatamente nos viene a la memoria
la figura de Adolfo Suárez como el hombre que la hizo posible; pero el
verdadero artífice no fue Suárez, sino Torcuato Fernández-Miranda.
Fernández-Miranda era profesor
universitario y llegó a ser Rector de la Universidad de Oviedo. Este cargo
llevaba implícito el de Procurador en Cortes, además de la pertenencia
obligatoria al Movimiento. Fue Ministro-Secretario General del Movimiento entre
1969 y 1974 porque la Secretaría General del partido único tenía rango de
ministerio. En junio de 1973 fue nombrado Vicepresidente del Gobierno de
Carrero Blanco y, tras la muerte de éste, ejerció con interinidad, durante once
días, la Presidencia. Pudo haber sucedido a Carrero como Presidente del
Gobierno, pero su grado de independencia, al no formar parte de ninguna de las
“familias” del Régimen, hizo que el dictador prefiriera a Arias Navarro, ya que
era un férreo inmovilista y cercano a la familia del general golpista. Desde
1969, Fernández-Miranda fue consejero y profesor de Derecho Político del
entonces Príncipe Juan Carlos; lo que hizo que éste le tuviera confianza. En diciembre
de 1975, el flamante Rey lo nombró Presidente de las Cortes hasta junio de 1977;
cargo que llevaba aparejado el de Presidente del Consejo del Reino.
Por su parte, Adolfo Suárez había
desempeñado diferentes cargos desde 1958: Procurador en Cortes, Gobernador
Civil (lo que ahora se llama Delegado del Gobierno), Director General de
Radiotelevisión, Vicesecretario General del Movimiento,… pero no era conocido
por los ciudadanos. En diciembre de 1975, el recién proclamado Rey, Juan Carlos
I, encargó al Presidente del Gobierno, Arias Navarro, una remodelación del
Consejo de Ministros bajo la supervisión de Fernández-Miranda, su hombre de
confianza, quien propuso a Adolfo Suárez González como Ministro-Secretario
General del Movimiento; cargo que compatibilizaría con los de Procurador en
Cortes y Consejero Nacional. A Fernández-Miranda le gustaba Suárez porque tenía
claros ciertos Principios Generales, como el de Libertad de Asociación; pero Suárez nunca se propuso imponer
un modelo de estructura del Estado y acogió con agrado los planteamientos de Fernández-Miranda.
Las opciones políticas que se
presentaban en aquel momento (la muerte del dictador) se podrían dividir en
tres: en primer lugar, los inmovilistas o continuistas, pertenecientes a lo que
se vino en llamar “el búnker”, representados por los franquistas más radicales
(los ultras), eran partidarios de la continuidad del sistema totalitario: “el
Franquismo bajo la Monarquía instaurada por Franco”. Dominaban el ejército,
pero carecían de apoyo social. En segundo lugar, los rupturistas, liderados por
el Partido Comunista, que abogaban por una transformación radical del sistema
franquista en un Estado democrático. A este grupo pertenecían los partidos
políticos de oposición al Régimen y fuerzas sociales progresistas, excepto el
PSOE que, si bien no estaban aún plenamente legalizados, al menos estaban
tolerados; pues eran necesarios para llevar a cabo la pretendida “Transición”. Al
tercer grupo pertenecían los reformistas, cuyo mayor exponente era Torcuato
Fernández-Miranda. Éstos se inclinaban por ir acometiendo las reformas
necesarias, paso a paso, sin sobresaltos. Sobra decir que fueron los que se
llevaron el gato al agua. Adolfo Suárez aprovechó su paso por la Secretaría
General del Movimiento para reclutar allí a quienes pudieran compartir la idea
de la formación de un partido político "de centro".
Arias Navarro, como ya se ha
dicho, era excesivamente inmovilista. Llegó a declarar, en el Consejo Nacional
del Movimiento, que, en realidad, el propósito de su Gobierno era la
continuidad del Franquismo a través de una “democracia a la española”. Esta
tendencia, siendo Presidente del Gobierno, lo convertía en un estorbo para los
planes de Fernández-Miranda y de su amigo, el Borbón (o viceversa). Así pues,
el Jefe del Estado a título de Rey por designación del dictador, forzó la
dimisión de Arias Navarro el 1 de julio de 1976. Como a Fernández-Miranda le
gustaba Suárez, se las ingenió para que el Borbón lo nombrara, el 3 de julio,
Presidente del Gobierno.
En palabras del propio
Fernández-Miranda, su planteamiento de reforma consistía en ir «de la ley a la
ley a través de la ley». Esto significaba que, partiendo de la legalidad
vigente (Leyes Fundamentales del Reino), éstas se podían transformar y
sustituirse por la nueva legislación; lo que consiguió con la redacción de la
Ley para la Reforma Política. La idea era el establecimiento de un sistema
parlamentario en el que hubiera dos partidos políticos: uno conservador y otro
liberal. El primero sería el que formaría Adolfo Suárez al efecto y el de corte
liberal, el PSOE de Felipe González Márquez. Así se pergeñó el bipartidismo que ha
imperado hasta la actualidad.
Para llevar a cabo los planes de
Fernández-Miranda, sin rupturas, era preciso reformar las Leyes Fundamentales según
sus propias previsiones y las Leyes de Reunión y Asociación que implicaban la
modificación del Código Penal para despenalizar la afiliación a partidox políticox y la celebración de manifestaciones en las calles, que únicamente iban
a requerir la autorización del Gobierno. Después, con la Ley para la Reforma
Política, se convocaban Elecciones a Cortes constituyentes y se regulaban,
tanto la composición de las Cortes como el proceso de elección.
Con la Ley de Reforma Política,
Fernández-Miranda transformó la dictadura militar en una Monarquía
parlamentaria bajo las siguientes premisas:
El sucesor que Franco había
designado para ocupar la Jefatura del Estado tras su muerte era inamovible,
indiscutible e innegociable. La proclamación de Juan Carlos de Borbón como Rey
de España se produjo sólo dos días después de la muerte del dictador y con
anterioridad a la asunción de las medidas de reforma; lo que lo convertía en copartícipe
(por consentimiento) de la reforma. Así, la instauración de la Monarquía se
consideraría como el primer paso en la adopción de las medidas que conformarían
lo que sería “La Transición a la Democracia” y se estimaría como una parte
sustancial de la reforma. Por consiguiente, la Monarquía se imponía de antemano
como única posibilidad de sistema de gobierno sin que en las reformas que iban
a acometerse a continuación hubiera lugar para plantear otras posibilidades.
Las Cortes estarían compuestas
por dos cámaras: el Congreso de los Diputados y el Senado. La elección de los
Diputados se realizaría por sufragio universal de los mayores de edad y la de
los Senadores en representación de las Entidades territoriales, reservando la
potestad del Monarca para la designación de la quinta parte de los Senadores.
El Gobierno, presidido por Adolfo
Suárez, sería el encargado de “regular las primeras elecciones a Cortes”; pero
¡ojo! La Ley le marca al Gobierno unas “bases” que seguimos arrastrando
cuarenta años después: «Se aplicarán dispositivos correctores para evitar
fragmentaciones inconvenientes en la Cámara, a cuyo efecto se fijarán
porcentajes mínimos de sufragios para acceder al Congreso.». Es decir, sin
citarlo expresamente, se implanta el sistema D’Hondt y la consabida barrera del 3
%. Además se establece la provincia como circunscripción electoral.
La Ley para la Reforma Política
es un texto muy breve: tan sólo cinco artículos, tres disposiciones transitorias
y una disposición final. Fue aprobada por las Cortes franquistas el 18 de
noviembre de 1976 y ratificada en referéndum el 15 de diciembre. Fue promulgada
el 4 de enero de 1977 como “Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política”.
Si nos tomamos unos minutos para leerla y la comparamos con lo que se dice al
respecto en la Constitución vigente llegaremos a la conclusión de que nuestra
Constitución del 78, redactada y aprobada por las primeras Cortes democráticas,
ya estaba esbozada por las Cortes franquistas. O lo que es lo mismo, el sistema
electoral actual es preconstitucional.
El proceso que nos han vendido
como “Transición a la Democracia” no ha sido tal, sino una mera transformación; una modernización del modelo franquista que ya estaba caduco a la muerte de
Franco. Lo que hicieron los franquistas fue mutar hacia un sistema más acorde
con nuestro entorno geopolítico, adaptándose a las necesidades mediante la
adopción de unas reformas mínimas que se traducen en la sustitución, al frente
de la Jefatura del Estado, de un dictador por un monarca designado por el
propio dictador, la instauración de un sistema electoral que potencia el
bipartidismo y permite controlar el acceso a las instituciones de grupos
minoritarios y la abolición de la pena de muerte. A estas tres reformas mínimas
es a lo que llamaron “Transición a la Democracia”; unas reformas que eran el
mínimo exigible para que los organismos europeos admitieran a España en su
seno, como miembro de pleno derecho; máxima y principal aspiración de los
dirigentes políticos que participaron en las reformas, quienes arrastraban el
trauma del aislamiento al que nos tenían sometidos nuestros vecinos europeos
por nuestra falta de democracia.
Una verdadera “Transición”, un
auténtico cambio de sistema político, se habría podido alcanzar si hubiesen
triunfado los postulados de la “Junta Democrática”; un organismo creado en
París, en 1974, que aglutinaba a colectivos rupturistas, como el Partido
Comunista de España (PCE) de Santiago Carrillo, el Partido Socialista Popular
(PSP) de Enrique Tierno Galván, el Partido del Trabajo de España (PTE) de Eladio García
Castro o el sindicato Comisiones Obreras (CC.OO.) de Marcelino Camacho. Los
planteamientos de la Junta Democrática eran los siguientes:
Formación de un Gobierno
provisional que sustituyera al formado por franquistas.
Convocatoria de un referéndum
sobre la forma de gobierno (monárquica o republicana).
Depuración de responsabilidades de los dirigentes franquistas por la represión ejercida.
Excarcelación de los presos políticos y regreso de los exiliados.
Pero el Partido Socialista Obrero
Español (PSOE) de Felipe González consideraba que las exigencias del PCE
“ponían en riesgo la estabilidad social y política” y, por ello, prefería la vía
de la negociación con el Gobierno franquista. Además, los socialistas estaban dispuestos a renunciar a la
convocatoria de un referéndum sobre la forma de gobierno (Monarquía o
República) y a aceptar la Monarquía franquista si el nuevo Rey permitía la
instauración de un sistema democrático en el que el Partido Socialista pudiera
participar. El PSOE tampoco exigiría responsabilidades a las autoridades
franquistas por la represión ejercida contra el Pueblo.
Como tantas otras veces a lo largo de nuestra Historia, a causa del PSOE se desaprovechó
la oportunidad de lograr una verdadera Transición a la Democracia sin que
hubieran quedado vestigios del régimen dictatorial y represivo anterior.